Pasando la estatua de Don José de San Martín, más conocido como el libertador, se encontraba esta casa estilo colonial, tratando de sobrevivir entre dos edificios que intentaban aplastarla hasta hacerla desaparecer. Estaba pintada de una mezcla de rosado y melón. Tenía unas rejas negras adornadas con cadenetas de luces y afiches de obras de teatro pegados en las paredes.
Cualquier persona puede cantar, “dijo ella”. “Solo es cuestión de encontrar tu voz”
La profesora pidió un voluntario y después de unos minutos de silencio, ahí, parada en el medio del salón, me encontraba yo. Siempre tengo el impulso y la valentía de ser de los primeros en inmolarse, pero una vez que estoy ahí, muero de miedo y quedo paralizada. Era un salón vacío, con paredes de color blanco. Tenía una ventana de madera con unas vallas de fierro antiguo negras, que daban la impresión de que una vez dentro, no habría marcha atrás. La falta de sillas nos obligó a sentarnos en el suelo a lo largo del salón.
“Cuando nacemos emitimos un llanto a todo volumen, anunciando nuestro estreno a la vida”. “Sé que tu voz está ahí”. “Ahora canta”, repitió ella
Las palabras empezaron a salir tímidamente y la voz me temblaba, todo mi cuerpo temblaba. Ella se paró al frente y me miraba con unos ojos negros penetrantes. Repetía la letra de la canción que yo estaba cantando moviendo la boca exageradamente, recordándome que tenía que vocalizar. Conforme la canción avanzaba, un llanto incontrolable se apoderó de mí. Ella me decía con voz firme, “sigue cantando” y volvió a poner su mano en mi pecho. Empecé a sentir un calor que me aliviaba.
Los otros alumnos a mi alrededor, sentados en el suelo, habían encogido y abrazado sus piernas agachando la cabeza, mirando esta escena aterrados, pensando que en algún momento serían ellos los que se encuentren parados ahí.
Le pidió a un compañero que me sujetará de la cintura por le espada y me indicó que caminara hacia adelante mientras cantaba. Nunca pude avanzar. Detrás de mí se formó una cola de compañeros que evitaban con todas sus fuerzas que yo avanzará. A su vez mi voz salía cada vez con más potencia y podía sentir mi cara roja por el esfuerzo. Sentía una fuerza imparable. Cuando llegué al coro pidió que me soltarán, y me indicó que me balanceara al ritmo de la música y sonriera. Empecé a sentir que flotaba y que todo el peso que había estado cargando hasta entonces, había desaparecido. Termino la canción y me senté preguntándome: “¿Que acaba de pasar?”, “¿Por qué no puedo parar de llorar?” Tomó unos minutos recomponerme. Empecé a sentir una sensación de paz. Me sentía sensible y a la vez agradecida y curada.
Eran dos amigas entusiasmadas, que se anotaron en un taller de canto, pensando en aprender a cantar alguna de sus canciones favoritas, un poco más entonadas y con más ritmo.
Eran dos amigas entusiasmadas, que, sin pensarlo, terminaron encontrando su propia voz.